Este próximo domingo se cumplirá el primer cuarto de siglo desde la caída del Muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría y cicatriz de hormigón que dividió a Alemania y al mundo en dos.
El muro recortó las calles de Berlín durante casi treinta años y, como era previsible, ha dejado profundas y duraderas secuelas en la sociedad que padeció esta situación.
De algún modo profundo que los historiadores
aún discuten, la Segunda Guerra Mundial terminó definitivamente el 9 de
noviembre de 1989. La caída del Muro de Berlín, que dividía la capital alemana
desde 1961, clausuró un capítulo de la historia contemporánea (el denominado,
en expresión afortunada de Eric Hobsbawm, "el corto siglo XX")
marcado por la división ideológica de Europa en dos bloques: uno occidental,
capitalista, y otro oriental, comunista.
El colapso del 'muro de la
vergüenza' fue, en palabras del historiador Mark Mazower, el "acto final
del drama ideológico de Europa". Aquel día, y casi por casualidad —por un
desliz informativo de un miembro del Politburó al ser preguntado por las
medidas del Gobierno sobre los visados al Oeste— una nueva era comenzó para
cientos de miles de berlineses que dejaban atrás la penuria socioeconómica y la
falta de libertades políticas de la República Democrática Alemana (RDA).
Un
tiempo nuevo empezaba, también, para las relaciones internacionales (marcadas
desde entonces por el unilateralismo de EE UU), para los politólogos (en shock al no acertar a predecir un colapso
vertiginoso) y para los intelectuales, enfrentados por dos concepciones del
mundo enemigas. Pero el fin de la ilusión comunista no supuso, vista desde la
perspectiva de 25 años, 'ni el fin de la historia', en sentido ideológico, ni
la 'victoria' de Occidente…
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